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No más pérdida de clases: Educación cómo servicio esencial

Por: Elisa Cabezón Pivotes y José Manuel Astorga Pivotes | Publicado: Sábado 8 de junio de 2024 a las 04:00 hrs.
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Existe abundante evidencia que destaca la importancia del tiempo que los estudiantes permanecen presencialmente en las escuelas tanto para sus aprendizajes, como para su salud mental y su desarrollo social y emocional.

A nivel mundial, un estudio de Retamal (2022) realiza una revisión bibliográfica sobre el efecto del encierro en la salud mental de niños, niñas y adolescentes durante la pandemia. Encuentra una alta presencia de artículos que hablan del aislamiento, soledad y cambios en hábitos de los estudiantes asociados al confinamiento y cierre de escuelas, generando trastornos como depresión y ansiedad. Respecto al desarrollo socio-emocional, en el Diagnóstico Integral de Aprendizaje realizado en Chile, el 80% de los alumnos de 4° básico señaló que en el aula de clases les enseña a expresar sus sentimientos y emociones.

Hanushek & Woessmann (2020), buscaron definir la relación entre pérdidas de aprendizaje cognitivo e ingresos futuros en los países de la OCDE. Estiman que perder un tercio de un año escolar, disminuye los ingresos futuros de los estudiantes en un 3%, y provoca que el PIB anual crezca en promedio un 1,5% menos por el resto del siglo.

Dado toda la evidencia que respalda la importancia de la asistencia escolar, no sorprende que por años la agenda educativa de la OCDE (2019) ha destacado la implementación de medidas para asegurar y promover la asistencia continua de los estudiantes a los establecimientos. A pesar de lo anterior, llama la atención la facilidad y frecuencia con que las clases se suspenden en Chile.

Nuestro país destacó como aquel con mayor número de días de cierre de colegios durante la Pandemia del Covid-19 en la OCDE. Durante este periodo, las escuelas chilenas estuvieron cerradas por un total de 259 días lectivos, sin contar vacaciones, festivos ni fines de semana.

Y esta mayor tolerancia a la interrupción de las clases presenciales está lejos de ser un hecho aislado en contexto de pandemia. En noviembre del 2021, la Fundación Amulén publicó una encuesta a distintos establecimientos educacionales en zonas rurales del país sobre su acceso a agua potable y su efecto sobre la suspensión de clases. La encuesta estima que 581 establecimientos rurales (un 17% del total) deben cancelar las clases más de 5 días al año por cortes en el abastecimiento de agua (Amulén 2022).

El Colegio de Profesores recurre frecuentemente a los paros como herramienta de negociación o presión hacia las autoridades gubernamentales. Durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet en 2015, esta organización promovió una paralización que se extendió por 8 semanas en rechazo al proyecto de ley de carrera docente. En 2019, bajo la presidencia de Sebastián Piñera, las paralizaciones motivadas por la deuda histórica y la doble evaluación se prolongaron por 51 días.

Otro caso elocuente es la situación vivida el año pasado en la región de Atacama, donde, según un informe de la Defensoría de la Niñez, los estudiantes de establecimientos dependientes del Servicio Local de Atacama perdieron 78 días de clases debido a cierres no autorizados de las escuelas.

Las decisiones de suspender clases debido a riesgos para la seguridad de quienes integran las comunidades educativas están incrementándose de manera alarmante. Balaceras, amenazas, “narco- funerales” y otros delitos graves obligan a interrumpir el funcionamiento de miles de establecimientos.

Es fundamental cuestionar nuestras prácticas actuales y trabajar para garantizar la continuidad del servicio educativo, protegiendo así el derecho fundamental a la educación de los millones de niños de nuestro país.

En concreto, proponemos que la educación sea reconocida como un servicio esencial o de utilidad pública en la legislación chilena. Esto para que el derecho a la educación de los niños, niñas y adolescentes del país deje de verse constantemente condicionado por otros intereses (que pueden ser legítimos), por decisiones arbitrarias o por la simple “inercia” o “tolerancia” de quiénes debieran procurar su continuidad.

En este este sentido, debemos impulsar una legislación especial, que regule entre otras definiciones, la necesidad de priorizar la inversión estatal en medidas para garantizar el acceso continuo a la educación; incluir como causal de despido u otras sanciones drásticas la participación en tomas ilegales u otras vías de hecho que se traduzcan en paralizaciones no autorizadas de las actividades educativas; y facultar al Consejo Nacional de Educación para que revise las decisiones administrativas de suspender clases en casos excepcionales, cómo emergencias ambientales o sanitarias.

Los niños, niñas y adolescentes de nuestro país tienen el derecho humano a recibir una educación que les brinde las herramientas necesarias para alcanzar su desarrollo espiritual, ético, moral, afectivo, intelectual, artístico y físico. La educación es una herramienta fundamental para garantizar una igualdad de oportunidades real, por lo que una sociedad que aspira a ser justa y libre debe ponerla en el centro de sus prioridades, decisión que supone adoptar todas las medidas que sean necesarias para dejar de tolerar su permanente interrupción.

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